Dentro de poco, si Dios quiere, cumpliré sesenta y un años y conoceré a mi séptimo papa.
Recuerdo claramente donde estaba cuando recibí la noticia de la muerte de Pío XII en 1958: en lo de mi maestra particular, la señorita Caballero, a donde concurría para prepararme para dar grados libres, cosa que luego no se concretó.
No recuerdo donde me encontraba cuando fue designado su sucesor, Juan XXIII, quien, como para la mayoría, se me presentaba como un nono.
Tampoco viene a mi memoria que hacía cuando falleció "el papa bueno" en 1963, ni en el momento que se conoció el nombre de su sucesor, Paulo VI, quien con sus maneras cuidadas y más distantes, contrastaba con la simplicidad de su predecesor.
Su muerte, en 1978, como la elección y prematura desaparición de su reemplazante en la sede de Pedro, Juan Pablo I, como así también la elección del papa polaco para sucederlo, me encontraron trabajando en el banco.
Me enteré de la muerte del papa Juan Pablo II, en 2005, en mi casa, ya retirado del trabajo, y no me sorprendió, ya que era evidente en sus últimas apariciones públicas que su fin estaba cercano, como tampoco la designación de su sucesor, el cardenal Ratzinger, su mano derecha en su largo pontificado en las cuestiones teológicas, y quien tuvo a su cargo la homilía de la Misa exequial celebrada por el descanso de su alma el 8 de abril de 2005.
Estaba almorzando con ex colegas del banco, cuando la esposa de uno de ellos lo llamó para avisarle que el nuevo papa era el cardenal alemán, y que adoptaba el nombre de Benedicto XVI, cuya renuncia me fue anticipada por un apreciado blogger amigo.
Solo vi "en vivo" a dos papas: a Juan Pablo I, en el Angelus y bendición dominical en la Plaza de San Pedro, el 14 de octubre de 1979, luego de proclamar beato al fundador de la orden teresiana, un año después de su elección.
Volví a verlo en la audiencia pública de los miércoles en la Plaza de San Pedro, una soleada mañana de mayo de 2004, entre los asistentes especiales, se encontraba el arzobispo anglicano de Canterbury Rowan Williams, acompañado de un grupo de fieles de esa confesión.
El contraste, un cuarto de siglo después, no podía ser mayor: "el atleta de Dios" alto, derecho, con una cálida voz baritonal y una perfecta dicción italiana, se había convertido en un anciano, que apenas podía moverse, y cuyas palabras eran casi un balbuceo incomprensible.
A Benedicto XVI lo vi en San Pedro, también en durante el Angelus dominical y bendición el Día de los muertos, del 2 de noviembre de 2009.
Las tradicionales "santerías" de los alrededores de San Pedro contaban con más "recuerdos", incluyendo los típicos "almanaques litúrgicos" del año, con la imagen del "papa polaco", fallecido hacía tres años, que de Benedicto XVI...
No era la misma plaza, que la que recordaba haber visto treinta años antes.
Aquella de 1978 llena de fervor.
Ésta última, en la que muy pocos a mi alrededor seguían las oraciones papales, se parecía más a un lugar turístico: "si es domingo, el día es lindo y estás en Roma, andá a San Pedro..."
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