La economía y la sociedad argentina conocieron, en su historia
moderna, tres grandes etapas. La primera de ellas, conocida en la
bibliografía como la del modelo agroexportador, se
extendió aproximadamente entre 1870 y 1930. Apoyado en un patrón de
crecimiento basado en la incorporación al mercado mundial como economía
proveedora de materias primas de origen agropecuario, el país vivió
durante esa etapa el mayor crecimiento económico de su historia. Fue ese
el momento de absorción de inmensos contingentes migratorios y de desarrollo, a la vez, de una incipiente economía industrial y de una sociedad civil sumamente activa y vibrante.
La crisis del 30 y la imposibilidad de continuar expandiendo la
frontera agrícola fueron algunas de las causas del agotamiento del
modelo agroexportador que, no sin crisis políticas y sociales, fue
lentamente sustituido por otro patrón de crecimiento, común a muchos de
los grandes países latinoamericanos: la industrialización por
sustitución de importaciones. En el caso argentino esa etapa fue
particularmente prolongada y, durante un buen tiempo, razonablemente
exitosa: la industria creció por encima del promedio de la economía
durante casi cuatro décadas, permitiendo la conformación de un tejido
industrial en torno fundamental pero no exclusivamente de las ciudades
de Buenos Aires, Córdoba y Rosario, y, junto con ese tejido, la estructuración de una importante clase media y de sectores asalariados con fuerte sindicalización.
Las reducidas dimensiones del mercado interno, una baja productividad
que no daba competitividad a la producción local en los mercados
internacionales y una reconfiguración de la economía global desde
principios de los años 70 del siglo pasado provocaron el agotamiento de
ese modelo, cuya eclosión, producto de la acumulación de desequilibrios,
se produjo en una crisis que pasó a la historia como el rodrigazo, por Celestino Rodrigo,
el ministro de Economía que tomó, el 4 de junio de 1975, bajo la
presidencia de Isabel Perón, una serie de medidas que dieron origen a
una nueva etapa en la historia económica y social argentina: una
devaluación de la moneda del 150%; un incremento del 100% en las tarifas
de servicios públicos y en el transporte; un aumento del 180% del
precio de los combustibles; un incremento de los salarios del 45%.
Esa tercera etapa de la economía argentina continúa hasta el presente.
Si carece de nombre no se debe solo a que es una etapa todavía abierta,
sino también al hecho de que nunca es fácil encontrar un modo adecuado
de nombrar el fracaso. Desde el fin de la industrialización por
sustitución de importaciones, el país no pudo definir un patrón de
desarrollo sustentable. Los casi cincuenta años transcurridos han estado
marcados por bajo crecimiento, alta volatilidad y recurrencia de crisis, fenómenos cuya traducción social se cifra en el aumento incontrolable de la pobreza y de la desigualdad. Un país
que, en la década del 60 del siglo pasado, tenía menos del 10% de la
población bajo la línea de pobreza –una pobreza
transitoria, de ciclo breve– tiene hoy a casi el 50% de la población
general y a casi el 60% de los menores de 18 años en esa situación, que
es, por lo demás, una pobreza estructural: ni en los buenos momentos de
la economía ese porcentaje se reduce a menos del 25 o
30%. Un dato sintetiza el estancamiento: el producto bruto por habitante
fue, a fines de 2020, semejante al de 1975. Su distribución, mucho
peor. La pérdida de rumbo de la economía refleja la imposibilidad de establecer acuerdos fundamentales y duraderos entre élites
políticas y económicas. Argentina se ha ido convirtiendo en un país
fundamentalmente conservador, reacio a cualquier reforma, en el que
nadie puede imponer un criterio general pero numerosos actores pueden
bloquear las iniciativas de los otros. En un momento diferente de la historia del país, pero explicando una dinámica semejante, el sociólogo Juan Carlos Portantiero
acuñó una fórmula que sigue vigente. Se trata del empate hegemónico,
que sugiere que “el comportamiento de los principales actores sociales
[está motivado] por la lógica de un ‘empate’ entre fuerzas,
alternativamente capaces de vetar los proyectos de las otras, pero sin
recursos suficientes para imponer, de manera perdurable, los propios”. La contraparte del empate hegemónico es la denegación recíproca de legitimidad del adversario, tal como la explicó Tulio Halperin Donghi y que, también a pesar de los cambios de contexto, sigue rigiendo la política argentina.
Esa larga historia de deterioro económico que la política no consigue resolver fue desarticulando, durante medio siglo, a una sociedad que,
junto con la uruguaya, se había distinguido entre las de América Latina
por su extendida clase media y su pulsión igualitarista: la sociedad
argentina era cohesiva, dinámica, aceptablemente meritocrática y
creadora de oportunidades gracias a una serie importante de bienes
públicos, especialmente educación y salud, que se distinguían también en
la región no solo por su extensión, sino también por su calidad.
La memoria aún intensa de aquella de aquella sociedad, a la que quizá embellece pero que no falsifica,
contribuye a dificultar los procesos de modernización, dado que
permanentemente se plantea una intensa puja distributiva que, tal como
han descrito los economistas Pablo Gerchunoff y Martín Rapetti,
hace oscilar las políticas gubernamentales en un péndulo que va de la
sustentabilidad macroeconómica, que implica fundamentalmente salarios
bajos o cuando menos contenidos, a la sustentabilidad social, que exige mejoras en el poder adquisitivo de los sectores trabajadores.
ALEJANDRO KATZ, CLARÍN DEL 25-11