Hasta mediados del siglo XX, Buenos Aires era, después de Nueva York, la
ciudad más cosmopolita del mundo, con cantidad de librerías en lengua
extranjera: Mitchell’s, Makern’s, Rodríguez y Pigmalión
eran librerías inglesas.
Algo que hoy parece inconcebible, Makern’s
tenía una sucursal en la estación de trenes de Constitución, después
degradada en zona lumpen.
Por entonces viajaba gente de clase media que
vivía en Adrogué y en otros pueblos del sur y compraba novelas
policiales en inglés, para leer en los confortables vagones también
ingleses.
No faltaron la librería italiana, Leonardo, y la alemana ABC, en Córdoba
y Maipú, donde ahora funciona una farmacia. Pero la mayor parte de
librerías en lengua extranjera eran francesas. El francés era entonces
el segundo idioma de los porteños cultos; y, para los privilegiados, el
viaje a París, un viaje iniciático.
La librería de Harrods tenía una parte dedicada a
libros ingleses y otra a franceses. La más grande librería francesa era
la adjunta a la editorial Hachette, en Maipú y Rivadavia. La editorial y
también librería Kraft, en Florida y Viamonte, tenía una sala de
conferencias y una sección de libros franceses.
A mediados del siglo pasado, el peso argentino todavía estaba valorizado
y las novedades francesas llegaban apenas al mes de publicadas en
Europa y a precios accesibles.
La decadencia de las librerías de viejo es paralela a la de las
bibliotecas privadas, y ambas están determinadas por la agonía de una
burguesía ilustrada y el auge de la vanguardia decorativa.
JUAN JOSÉ SEBRELLI, LA NACIÓN, HOY