jueves, 2 de diciembre de 2021

Una síntesis de la historia argentina de los últimos 150 años

La economía y la sociedad argentina conocieron, en su historia moderna, tres grandes etapas. La primera de ellas, conocida en la bibliografía como la del modelo agroexportador, se extendió aproximadamente entre 1870 y 1930. Apoyado en un patrón de crecimiento basado en la incorporación al mercado mundial como economía proveedora de materias primas de origen agropecuario, el país vivió durante esa etapa el mayor crecimiento económico de su historia. Fue ese el momento de absorción de inmensos contingentes migratorios y de desarrollo, a la vez, de una incipiente economía industrial y de una sociedad civil sumamente activa y vibrante.

La crisis del 30 y la imposibilidad de continuar expandiendo la frontera agrícola fueron algunas de las causas del agotamiento del modelo agroexportador que, no sin crisis políticas y sociales, fue lentamente sustituido por otro patrón de crecimiento, común a muchos de los grandes países latinoamericanos: la industrialización por sustitución de importaciones. En el caso argentino esa etapa fue particularmente prolongada y, durante un buen tiempo, razonablemente exitosa: la industria creció por encima del promedio de la economía durante casi cuatro décadas, permitiendo la conformación de un tejido industrial en torno fundamental pero no exclusivamente de las ciudades de Buenos Aires, Córdoba y Rosario, y, junto con ese tejido, la estructuración de una importante clase media y de sectores asalariados con fuerte sindicalización.

Las reducidas dimensiones del mercado interno, una baja productividad que no daba competitividad a la producción local en los mercados internacionales y una reconfiguración de la economía global desde principios de los años 70 del siglo pasado provocaron el agotamiento de ese modelo, cuya eclosión, producto de la acumulación de desequilibrios, se produjo en una crisis que pasó a la historia como el rodrigazo, por Celestino Rodrigo, el ministro de Economía que tomó, el 4 de junio de 1975, bajo la presidencia de Isabel Perón, una serie de medidas que dieron origen a una nueva etapa en la historia económica y social argentina: una devaluación de la moneda del 150%; un incremento del 100% en las tarifas de servicios públicos y en el transporte; un aumento del 180% del precio de los combustibles; un incremento de los salarios del 45%.

Esa tercera etapa de la economía argentina continúa hasta el presente. Si carece de nombre no se debe solo a que es una etapa todavía abierta, sino también al hecho de que nunca es fácil encontrar un modo adecuado de nombrar el fracaso. Desde el fin de la industrialización por sustitución de importaciones, el país no pudo definir un patrón de desarrollo sustentable. Los casi cincuenta años transcurridos han estado marcados por bajo crecimiento, alta volatilidad y recurrencia de crisis, fenómenos cuya traducción social se cifra en el aumento incontrolable de la pobreza y de la desigualdad. Un país que, en la década del 60 del siglo pasado, tenía menos del 10% de la población bajo la línea de pobreza –una pobreza transitoria, de ciclo breve– tiene hoy a casi el 50% de la población general y a casi el 60% de los menores de 18 años en esa situación, que es, por lo demás, una pobreza estructural: ni en los buenos momentos de la economía ese porcentaje se reduce a menos del 25 o 30%. Un dato sintetiza el estancamiento: el producto bruto por habitante fue, a fines de 2020, semejante al de 1975. Su distribución, mucho peor. La pérdida de rumbo de la economía refleja la imposibilidad de establecer acuerdos fundamentales y duraderos entre élites políticas y económicas. Argentina se ha ido convirtiendo en un país fundamentalmente conservador, reacio a cualquier reforma, en el que nadie puede imponer un criterio general pero numerosos actores pueden bloquear las iniciativas de los otros. En un momento diferente de la historia del país, pero explicando una dinámica semejante, el sociólogo Juan Carlos Portantiero acuñó una fórmula que sigue vigente. Se trata del empate hegemónico, que sugiere que “el comportamiento de los principales actores sociales [está motivado] por la lógica de un ‘empate’ entre fuerzas, alternativamente capaces de vetar los proyectos de las otras, pero sin recursos suficientes para imponer, de manera perdurable, los propios”. La contraparte del empate hegemónico es la denegación recíproca de legitimidad del adversario, tal como la explicó Tulio Halperin Donghi y que, también a pesar de los cambios de contexto, sigue rigiendo la política argentina

Esa larga historia de deterioro económico que la política no consigue resolver fue desarticulando, durante medio siglo, a una sociedad que, junto con la uruguaya, se había distinguido entre las de América Latina por su extendida clase media y su pulsión igualitarista: la sociedad argentina era cohesiva, dinámica, aceptablemente meritocrática y creadora de oportunidades gracias a una serie importante de bienes públicos, especialmente educación y salud, que se distinguían también en la región no solo por su extensión, sino también por su calidad. 

La memoria aún intensa de aquella de aquella sociedad, a la que quizá embellece pero que no falsifica, contribuye a dificultar los procesos de modernización, dado que permanentemente se plantea una intensa puja distributiva que, tal como han descrito los economistas Pablo Gerchunoff y Martín Rapetti, hace oscilar las políticas gubernamentales en un péndulo que va de la sustentabilidad macroeconómica, que implica fundamentalmente salarios bajos o cuando menos contenidos, a la sustentabilidad social, que exige mejoras en el poder adquisitivo de los sectores trabajadores.

ALEJANDRO KATZ, CLARÍN DEL 25-11

 

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